jueves, 4 de febrero de 2010

LA NIÑA SOLA

"La sangre sobre la nieve es más roja",pensó el príncipe azul mientras se abrochaba los calzones y montaba en el caballo.La niña seguía dormida.Los enanos,agazapados en una sombra de plata,retrocediaron ladinamente.

EL TOMADOR DE PALABRAS

Hoy es dieciocho de octubre de dos mil ocho, es decir que ha transcurrido exactamente un mes desde que Dedé Munárriz, mi amigo Dedé, se presentó en mi casa insólitamente temprano. Persistió interrumpiendo el timbre de la puerta hasta conseguir arrancarme de la cama, hecho que supone tanto un mérito inusual como una valentía épica, ya que mi sueño resulta de una naturaleza honda, casi inquebrantable, y aún cuando es posible descomponerlo mi despertar conlleva, sin remedio, un ánimo de amargura y de odio hacia la fuente de la perturbación. Aquella mañana la molestia provenía del ruido estridente del timbre que Dedé se había empeñado en pulsar y pulsar, de manera que abrí la puerta con los ojos todavía legañosos y dispuesto a escupirle cualquier barbaridad, el más insultante de todos los improperios. Pero él no me dejó tiempo, sino que inmediatamente se precipitó hacia el salón de estar y sin decir siquiera buenos días me tendió un montoncito de folios mecanografiados.
- Léelo. Creo que es el mejor relato que he escrito en mi vida.
Traía el pelo en un tumulto, la respiración violentada, y en los ojos esa efervescencia rojiza que tiñe la mirada de los dementes y los borrachos. Yo no sabía si clasificar a Dedé dentro del grupo de los locos o los borrachos. De lo que estaba seguro es de que era un cabrón, ya fuera un loco cabrón o un borracho cabrón. Busqué incrédulo la posición de las agujas del reloj de pared. Eran las siete.
- Son las siete- le dije.- No las diecinueve, sino las siete a eme, Dedé. Las siete de la mañana.
-¿De verdad? Lo siento, chico- mintió.- Tienes que leer esto.
A esta hora no hay ningún vecino despierto, pensé. Además, si le doy con el jarrón un golpe seco a la altura de la nuca tal vez no tenga oportunidad de gritar. No se enterará nadie. ¡Pumba!. Ni él mismo se dará cuenta. No sufrirá. Visto y no visto. Ahora estoy vivo, ahora se acabó. ¡Hay que joderse, lo que es la vida! Puedo meterlo debajo del sillón e ir sacándolo a trocitos en bolsas de la basura como hacen en las películas. Hoy un brazo. Mañana el otro. Pasado una pierna. Pasarán varios meses antes de que noten su desaparición. ¿Quién iba a echarle de menos? ¿Quién echaría de menos a un tipo que es capaz de despertar a su mejor amigo a las siete de la mañana?
-¿Sabes a qué hora me he acostado? Hace un rato. A las tres y media.
- Perdona hombre, yo no sabía que era tan temprano. Creía que era más tarde, las diez o así... Además, deberías de llevar un ritmo de vida distinto, como las personas normales. Pareces un vampiro. Si te levantas a mediodía no te cunde...
- Ahora mismo no tengo la cabeza para sabihondeces baratas, Dedé- le interrumpí.
- Pues será mejor que te vayas despejando porque esto requiere una importante lucidez mental- me recomendó agitando las hojas.
- Está bien, está bien, don Modesto- le dije.- Permítame su excelencia Intelectualidad que me tome primero un café. Aunque no se me note estoy de muy mala uva y es por tu culpa. Hasta se me ha ocurrido que podría matarte y nadie se enteraría.
-¿En serio que lo has pensado?
- Sí, con eso –apunté hacia el jarrón.
-¡Qué chapucero! Además, tú no sirves para asesino. Te acosarían unos remordimientos atroces, como a ese del cuento de Poe, y empezarías a perder la cabeza cuando vieras el aspecto astroso de mi fantasma pululando por todas partes, porque ten seguro que te me aparecería. Así que no ibas a reunir el valor suficiente para soportar la acusación atronadora de mi corazón emparedado y acabarías confesándolo todo, sin darte cuenta de que los fantasmas no existen y de que los corazones no hablan.
- Lo cierto es que no esperaba emparedarte. Te iba a hacer mijitas.
- ¿Y destrozar tu maravilloso parqué?- sonrió con retintín.- ¡Sí, hombre, sí! Y luego les pegarías fuego a los libros y a los compactos de Sabina. En fin, tómate ese café a ver si entras en razón. Y de paso ponme a mí otro. Todavía no he desayunado.
- Es increíble la jeta que tienes, Dedé.
- Claro. Soy un artista.
Tiré los folios sobre la mesa del salón y fuimos a la cocina. Dedé devoró en un santiamén cuatro o cinco tostadas con mantequilla y mermelada de frambuesa y un café con leche, y desde entonces se dedicó a contemplarme con impaciencia. Siempre me turba que me vean comer, y más aún cuando se trata de una mirada lamentablemente implorante. Así era aquella mirada de Dedé. Tuve que conectar la radio para intentar evadirme, pero ni siquiera tras el escudo de la voz grave y ávida de Luis del Olmo conseguía distraerme. Mira cómo te miro, mira como te apuñalo y te traspaso con mis ojos.
- De acuerdo, pesado- transigí sin poder aguantar más tiempo el acoso de esa mirada de cordero degollado.- Leeré tu puto cuento y luego te largas y me dejas vivir en paz.
- Tranquilo, tranquilo, no tengas prisa, termina de desayunar –aseguró formando con las manos un ademán fariseo de asombro.
- Ya- dije levantándome con la boca llena.
Nos dirigimos al salón, Dedé con el paso vivo y yo detrás de él con un andar todavía amodorrado. Me desparramé por la blanda y confortable amplitud de mi butacón y encendí un cigarrillo antes de tomar el relato de Dedé. Él cogió una revista cualquiera del montón que había en la mesa y, sentado en una silla enfrente de mí, fingió que la leía, consagrándose en realidad a escrutarme el rostro.
- Si me sigues vigilando de ese modo no puedo leer.
- Yo no te estoy vigilando.
- Allá tú. Luego, si no me entero de nada no me eches la culpa.
- ¡Cuánto te gusta hacerte de rogar!
- No me hago de rogar. Simplemente no me concentro.
- Venga, léelo ya y déjate de bobadas.

Ya en las primeras palabras noté la coincidencia, pero decidí conceder a Dedé la oportunidad de que pudiera resultar venturosa. Sin embargo, a partir de la décima línea- Consideré que el treinta de abril era su cumpleaños; visitar ese día la casa de la calle Garay para saludar a su padre y a Carlos Argentino Daneri, su primo hermano, era un acto cortés, irreprochable, tal vez ineludible... – ya no me cupo la menor duda. Incluso cierto azar parece imposible a veces. De todos modos, seguí enganchado a aquel relato que hacía meses que no leía y que era uno de mis preferidos.
-¿Y bien?- preguntó por fin Dedé al ver que volteaba la última hoja.
-¿Y bien?- repetí yo rumiando el placer controvertible de la lectura.
- Que si te ha gustado o no, hombre.
- Sí, mucho. Es un relato maravilloso. Fondo y forma, como Dios manda. Reúne todas las cualidades del cuento. Redondo y jugoso igual que una naranja, decía Ana María Matute en un prólogo a una recopilación de cuentos de Ignacio Aldecoa.
- Así que te ha gustado.
- Sí.
- Pues no lo parece, no sé... No se te ve entusiasmado, que digamos.
-¿Por qué dices eso?
- Por tu cara. Tienes la cara de ni chicha ni limoná. Tú no puedes vértela pero yo sí, y te aseguro que Buster Keaton se queda corto a tu lado. Cuando a mí me gusta un relato me conmueve... ya sabes. Me entran ganas de reír, o de llorar, lo que sea. Y eso se nota. Tu cara en cambio parece una pared, así que deduzco que mi relato no te ha gustado nada de nada.
- La verdad...
- La verdad es que no te ha gustado. Lo sabía. No creas que no me he fijado en las contorsiones de tu boca y en las arrugas de tu frente cuando estabas leyendo. En esos momentos sí que te has mostrado expresivo. Instintivamente revelador. Te parece un bodrio de relato, confiésalo, no te avergüences.
- El relato es brillante, es perfecto, ya te lo he dicho, pero...
- No te empeñes, déjalo, no hace falta que intentes buscar una excusa para quedar bien. Lo mejor que hay es la sinceridad, aunque resulte dolorosa. Al fin y al cabo somos amigos, ¿no?
- Yo no busco excusas, Dedé. Siempre te he sido sincero con mis críticas.
- Mira, lo que está más claro que el agua es que no soy capaz de hacerlo mejor. Figúrate que yo había pensado que era lo mejor que había escrito en mi vida. Pues ya ves que no es así, y ese es el principal problema. Cuando uno es consciente de sus errores cabe una posibilidad al menos para enmendarlos, pero si no los advierte, si se cree un Cervantes, entonces... ¡Vaya! Eso es harina de otro costal. Un defecto irreparable.
Le contemplé con los ojos asombrados y no sin cierta admiración. Enfatizaba sus muecas con aspavientos precisos de los brazos y modulaba la voz llevándola en un periquete desde unas notas convencidas a otras quebradas de resignación, o de tristeza. Y aunque no era un asunto nuevo que Dedé había estudiado arte dramático en la Escuela Navarra de Teatro y que frecuentemente utilizaba sus triquiñuelas interpretativas en alguna de sus engañifas, siempre me sucedía lo mismo y terminaba pasmándome con esa actitud escrupulosamente medida.
- Me estás tomando el pelo, Dedé- le dije.
- No, de verdad que lo pensaba. Creía que era un relato cojonudo, pero ya ves. Siempre seré un escritorzuelo de mierda.
- Dedé, no te vas a quedar conmigo. Has escrito El Aleph.
-¿El Aleph? El Aleph. ¡Oye, ese es el título que andaba buscando! Escueto y mágico, contundente, ¿no crees? El Aleph. El Aleph... - repitió.- Yo había pensado titularlo La infinita infinidad pero me quedo con El Aleph. El Aleph es sugerente.
- Dedé, has copiado El Aleph de Borges.
- Creo que no...
Suspiré profundamente. Bien, bien, bien, bien. Me despiertas a las siete de la mañana con el fin exclusivo de embromarme. Hoy no sé qué me ha pasado que no he conseguido dormir como Dios manda. ¿Qué hago? ¿Enchufo la radio? ¿Conecto la televisión? ¿Me pongo a leer un rato? ¡Ah, sí, hombre! ¡Si esto es mucho más divertido! Me visto y voy a joder un poco a éste. Me copio el relato de Borges enterito pero merece la pena. ¡Qué gracioso eres, Dedé! Sí señor, muy gracioso. Tienes la puta gracia donde yo me sé. Así, con la puntita del dedo gordo, te la puedes ir metiendo por el ojete, a ver si tenemos suerte y se te forma un tapón y no cagas por lo menos en tres meses.
-¡Ja y ja y ja!- exageré.- Me descoyunto de la risa, Dedé. Ya está. Ya te has pitorreado a gusto. Y ahora hazme el favor de largarte a tu casa y dejarme tranquilo.
- No entiendo lo que te pasa- replicó adoptando en el semblante una postura de inocencia con denominación de origen yo no he roto un plato en mi vida.
-¿Que qué me pasa?- grité definitivamente enfadado. Lo que más me molestaba era su obstinación. Dedé hubiera sido capaz de arrancarse un brazo con tal de divertirse a costa de los demás. Y lo peor es que siempre había alguien que acababa cayendo en su juego. Alguien como yo. Así que ignoro si en aquellos momentos lo que me irritaba era la persistencia que estaba poniendo en su estúpida broma, o mi propia ingenuidad por aparecer constantemente como una presa fácil. Ahora empezaba a valorar en serio la posibilidad de matarlo, sin embargo era demasiado tarde. Los vecinos se habían levantado hacía rato, y seguro que Dedé era una de esas personas que chillan como un cerdo cuando alguien les intenta matar. -¿Que qué me pasa? De verdad que eres un tío increíble. Estoy planteándome si volveré a dirigirte la palabra después de esto. Sólo tú eres capaz de pegarte una o dos horas copiando un cuento, letra a letra, coma a coma, con el único objetivo de venir a tomarme el pelo. Para joderme, porque a mí no me ha hecho ni pizca de gracia. Tienes una mente retorcida.
- No digas tonterías, yo no he copiado nada.
-¿Ah, no? Pues entonces es que imaginarías que no iba a darme cuenta. Mala suerte Dedé. Esta vez no me vas a engañar. Soy tonto pero no tanto. Borges es uno de mis escritores favoritos.
-¡Pero si yo ni siquiera he leído a Borges! Una vez lo intenté y me pareció pretencioso. Odio a los escritores pretenciosos.
- Pues para no gustarte resulta que escribes igualito que él.
-¡Y dale! Te repito que no le he copiado.
- Vamos, se acabó.
- Te lo juro.
- Mira, mira – dije revolviendo las hojas bruscamente.- La Plaza Constitución, la calle Garay, la Biblioteca Juan Crisóstomo Lafinur... ¿Cuántas veces has estado en Buenos Aires? Ninguna. Ni siquiera has salido de Pamplona.
- ¿Y eso qué importa? He leído libros y buscado en Internet. Ahí tienes a Julio Verne. ¿Tú crees que se recorrió toda Siberia para escribir el Miguel Strogoff?
- No compares. Además la diferencia es clara. Julio Verne escribió sus novelas, mientras que tú sencillamente has copiado este relato.
-¡Te repito que yo no he copiado nada!- levantó la voz.
-¡Joder, Dedé! ¡Me has metido tantas bolas que te habrás pensado que soy un idiota irrecuperable! Vienes a mi casa con uno de los mejores relatos de Borges, con uno de los relatos más conocidos en la literatura universal, y encima pretendes que me trague que acaba de salir de tu cabecita. Eres increíble.
-¿Pero qué coño dices de literatura universal? Eres tú el que se está quedando conmigo, ¿no es así? ¿Quieres vengarte por lo que me inventé el otro día de la tipa esa?
Resoplé con desesperación e intenté calmarme. Era Dedé, y ser Dedé implicaba el sentido de humor complicado de Dedé, y la perseverancia de Dedé, y el vigor interpretativo de Dedé, y, por qué no reconocerlo, el genio de Dedé.
- Si lo que pretendías era cabrearme puedes estar orgulloso porque lo has conseguido. Qué pedazo de cabrón estás hecho- murmuré con un deje de resignación. De acuerdo, acepto tus condiciones. ¿Qué quieres que le haga? Eres como unas almorranas eternamente verdes, pero también eres mi amigo. No obstante Dedé tomó esta suerte de rendición igual que un insulto imperdonable.
-¡Mira, ya me tienes harto con tantas pamplinas!- chilló a la par que estampaba un ruidoso topetazo en la mesa.- ¡Yo no he copiado a nadie! ¿Me oyes? ¡Ha salido todo de aquí mismo- se señalaba la sien derecha con la punta del índice- y si no me crees te pueden ir dando por el culo que a mí me da lo mismo!
¿Estaba interpretando? Su cara reflejaba una cólera inquietante. Esta broma se te está escapando de las manos, Dedé. ¿O es que te has vuelto loco? ¿No será que te has vuelto loco? Deberíais haberlo visto, todas las líneas de sus rasgos duras, tensas, desafiantes. Me va a retar a un duelo a muerte para defender su honor cuestionado, y terminará sacando una espada de debajo de la capa y me ensartará como a una lagartija. Titulares del diario: un gilipollas muerto de sueño es atravesado por amigo despechado.
- Espera un momento- le dije levantándome muy despacio y sacando la entonación más apaciguadora que encontré dentro de mi garganta.
Ahora comprobaría si Dedé había perdido el juicio, o si meramente se trataba de una de sus chanzas macabras con interpretación patética, o si era yo quien había perdido la chaveta, nunca se sabe. Fui hasta uno de los estantes de mi biblioteca y agarré un volumen encuadernado en terciopelo marrón cuyo título, formado con letras rectas y argentinas, rezaba Ficciones.
- Emecé editores, S.A, Buenos Aires 1976- dije tendiéndoselo.- Ábrelo por la página 143 y compara.
Dedé abrió el libro con desgana y comenzó a pasar las páginas recelosamente.
- Cae el telón. Fin de la broma. Cada uno a su casa y todos tan contentos, o al menos tú, que te habrás divertido de lo lindo a mi costa, porque a mí...
Entonces me callé. Conforme Dedé volvía las hojas su color iba empalideciendo y su mentón desencajándose e idiotizándose. Luego pasó a adoptar un matiz verdusco y un amarillento gualdo y un rojizo febril y, finalmente, se paró en un lívido sombrío. Allí estaba lo mismo que él había escrito, cada frase, cada palabra, cada letra, cada espacio en blanco.
- No es posible, no es posible- murmuraba un fleco de su voz angustiada.
Por esa actitud masacrada comprendí que Dedé no había venido para gastarme una broma. En esta ocasión no estaba empleando sus recursos de arte dramático. No. Lo que yo estaba viendo en su cara no era una pose interpretativa, sino una angustia hirviente y pesada. Volteaba las páginas ansiosamente, como si pretendiera encontrar alguna alteración, una, sólo una en medio de tantas y tantas palabras. Debía de existir alguna diferencia. Un adverbio de más, o un adjetivo de menos, o una perífrasis, o un pleonasmo, o aunque sólo se tratara de una mera tilde mal colocada. Un distinto espaciado entre párrafos le resultaría suficiente. Algo. Algo. Lo que sea. Luego se detuvo en la última página del libro y empezó a leer y a releer la fecha de la edición como si allí estuviera escondido el truco de aquel imposible. ¡Pobre Dedé!
- Yo no lo he copiado... de verdad- gimoteaba.- Yo sé que no he copiado nada. Te juro... te juro que nunca antes había leído este relato. ¡Te lo juro! La idea se me ocurrió ayer... a la noche... Me metí en la cama temprano, a eso de las nueve y media, pero hacía un calor insoportable... me desvelé... así que... así que... decidí levantarme y me puse a escribir. Me puse a escribir con ansia... frenéticamente. Parecía que hiciera mucho que no lo hacía... Tenía hambre de escritura. Las palabras... las palabras se me iban formando en la cabeza como por arte de birlibirloque. La mano apenas lograba seguir la estela del pensamiento... Te lo juro por Dios. Yo no he copiado esto... Tienes que creerme. ¡Tienes que creerme!
Los ojos de Dedé estaban cubiertos con una gasa cristalina y vibrante. De vez en cuando aquella telilla sudaba una gotita que resbalaba mansamente hasta el borde de las pestañas, y allí permanecía indecisa, amedrentada, sin atreverse a precipitarse cara abajo. Me estás asustando, Dedé. Nunca te había visto así. En verdad crees que no has copiado ese cuento. Estás convencido de que eres tú, y no Borges, su autor. Estás seguro, Dedé, y eso me da miedo.
- No te preocupes- intenté, sin embargo, consolarle.- Debe existir alguna explicación razonable para todo este asunto. Hasta lo más inverosímil tiene siempre una explicación razonable.
-¿Y cuál es esa explicación? ¿Que dos personas puedan concebir la misma historia y la escriban exactamente igual? ¿Puede suceder eso? ¿Es posible que a alguien se le ocurra pensar y escribir lo que ya está pensado y escrito? ¿Es eso posible? ¡Dime! ¡No me mientas! ¿Es posible? No, hay una explicación mucho más simple... claro que la hay, pero no me gusta nada, nada de nada. Me estoy... me estoy volviendo majareta. ¿Cómo pierde alguien la razón de un día para otro? Si yo ayer... ¡Joder! Pero yo sé que no he copiado a ese Borges. Yo lo sé, yo lo sé...
Ahora rompió a llorar, abiertamente, sin vergüenza. Apretaba los puños con violencia y ahogaba entre los dientes un alarido deplorable. Vamos Dedé, eres un hombre. Los hombres no lloran hasta que no se ven con las tripas fuera... ¡Vaya idiotez! Tal vez sea mejor que no le diga nada, porque los hombres sí lloran, y lloran por tonterías, y si le digo que los hombres no lloran sabrá que le estoy mintiendo y pensará que le estoy mintiendo porque intento consolarle en su locura. Eso es, Dedé. Desahógate. Eso es. No te sonrojes. Los hombres también lloras en estos tiempos, incluso algunos presumen de ello con un tono confidencial. ¿Habéis visto que sensible soy? No me importa confesarlo. Yo también lloro. ¿Y si me acerco y le doy un abrazo? Puede que un abrazo le hiciera algún bien. Pero cómo diablos se abrazará a un amigo que está perdiendo la cordura.
- ¿Estás trabajando en algún relato?- se me ocurrió preguntarle de súbito.
Tardó unos instantes en reaccionar ante mi pregunta inesperada. Ni yo mismo sabía el motivo exacto por el cual le preguntaba eso. Había estado tan concentrado en mis sentimientos que no imaginaba que mi mente pudiera estar trabajando a la vez en otra dirección. Dedé se secó las lágrimas con el dorso de la mano y se sonó la nariz ruidosamente.
- La verdad es que no, pero tengo una idea interesante rondándome la cabeza desde hace tiempo- musitó.
- Cuéntamela.
- Quiero que sea una novela corta- continuó más animado.- Será la historia de un joven viajante de comercio que una mañana, sin ninguna explicación, se despierta convertido en un bicho repugnante, y a partir de ese momento...
¡Pobre Dedé! Me pregunto qué habrá sido de él en este último mes

BREVE HISTORIA DE VILLA ORUGA

En mil novecientos ochenta y seis la villa de Oruga experimentó un cambio brutal. En realidad había sido un pueblo hasta el momento, pero entonces fueron convocadas las elecciones municipales, y tras la retirada de don Tomás Agüera, su sobrino fue elegido como alcalde y se sostendría en dicho cargo durante los siguientes once años.

Don Felipe Agüera de Leandro, socialista del PSOE, era hombre inquieto y engreído, de modo que una de las primeras obras que llevó a cabo tras su investidura fue, en un paradójico afán innovador, sumergirse personalmente en los archivos laberínticos de la historia orugueña que, a duras penas, lograban sobrevivir en un rincón de la mediocre biblioteca del pueblo. Anduvo rebuscando entre papelitos, mamotretos, brumas de polvo y termitas durante varias semanas.

- Esto no puede acarrearnos nada bueno. En Oruga no nos merecemos un alcalde tan listo.
- Qué es lo que estará buscando.
- Vete tú a saber.
- Si está mirando en un libro será algo de muertos.
- Será.

Don Felipe Agüera de Leandro emergió del maremagno de la biblioteca una mañana calurosa, y le dijo a Pepe Galero, el alguacil, que fuera a llamar a Palomo, el viejo que ostentaba la profesión anquilosada de pregonero. El viejo Palomo llegó al rato, escuchó atentamente a don Felipe, y poco después ya andaba por las calles, con su gorra de marinero y su trompetilla oxidada, proclamando, de parte del señor alcalde, que Oruga no era un pueblo solamente, no señor, sino una villa, Villa de Oruga, puesto que tan noble título le había sido concedido, hacia el año mil seiscientos, por el muy ilustre y más destartalado rey de España, don Felipe el Cuarto. A partir de ese anuncio los orugueños empezaron a asumir con mucha pompa y orgullo su papel de villanos, dejando atrás, con alivio, el calificativo confuso y lúgubre de pueblerinos.

En cuanto se refiere a datos geográficos, la villa de Oruga se encuentra desparramada por un repecho, con inclinación del 26%, de la hoya malagueña. No obstante, es uno de esos lugares que no aparecen en los mapas azarosos de la Península, ya que ni da paso principal a ciudades como Málaga o Marbella, ni tiene costa, ni, a pesar de sus habitantes, objetiva relevancia. Por supuesto que la omisión resulta bárbara para algunos villaorugueños, sobre todo para quienes, por una u otra razón, tuvieron que emigrar. Hay mucha gente a la que se le hincha el orgullo cuando están lejos de su casa y abren un mapa y señalan: ¿ves? Yo soy de aquí. Es la misma clase de gente que conecta el vídeo, con las manos sudadas de entusiasmo, para grabar un programa televisivo donde la cámara enfoca, nada menos que durante siete largos segundos, la calle donde viven.

Sin embargo, en el fondo, la mayoría de los villaorugueños reconoce que gran parte de la paz en que transcurre su existencia se debe al olvido topográfico.

- Qué queremos, que se nos llene esto de forasteros. Nanai de la China. Cuantos menos sepan de nosotros mejor que mejor. Nuestra villa no necesita de papeles que constaten su grandeza. Estamos rodeados por un paisaje envidiable, por una sierra de amplios pedrazos y algarrobos y encinas, y por unos vastos campos preciosos, plagados de almendros y de olivos. Tenemos cerca el Río Grande, y hasta la playa queda a pocos minutos en el coche de línea. ¿Qué falta nos hace, entonces, salir en los mapas?

Respecto a los datos arquitectónicos y distributivos, las casas de la villa de Oruga son cuadradas, forradas de cal, de dos pisos y azotea la que menos. La parte antigua de la localidad está intrincada en un laberinto de callejuelas empinadas y plazoletillas, pero en la zona moderna, en la Avenida de Andalucía, en la Avenida de Pablo Ruiz Picasso, en el Parque y en el Barrio Nuevo, se esfuma el espíritu urbanístico del Dédalo musulmán. Ahora se gasta la holgura, la luminosidad, el alivio. Son otros tiempos, otras miras, otra forma de disponer. Son tiempos modernos.

La villa de Oruga tiene dos mil ciento veinticuatro habitantes censados. Incluidos los dos hijos, tres hijas, un yerno, dos nueras y siete nietos de Salvarita la Pelá, quienes llegan de Málaga el viernes por la tarde y regresan a la capital el domingo al anochecer. Y ya quitado del Censo, por supuesto, Gustavo el Pancracio, que se ahorcó en un almendro del Alcaría a mediados de mayo, cuando la romería de San Isidro Labrador.

- No acabo de entender ese apelativo inarrancable del santo. ¿Por qué no San Isidro a secas? Que yo sepa no hay más que un San Isidro, pero todo el mundo dice siempre San Isidro Labrador. Una cosa son los pleonasmos escurridos y otra bien distinta son los descarados, que suelen perdurar concienzudamente.
- Y a mi qué me cuentas. Como si no hubiera problemas más graves que el nombre de un santo.

El suicidio de Gustavo el Pancracio no supone un acontecimiento extraordinario, así que no permanecerá más allá de un año en la memoria de la gente. Esta especie de desidia obedece a que lo de los ahorcamientos es una costumbre que se metió hace muchísimos años, Dios sabrá cómo, en la vida de los villaorugueños. De mes en mes se cuelgan dos o tres personas: se cuelgan jóvenes con el futuro entero por delante, y viejecillas que ya nada esperan de su existencia consumida; se cuelgan padres de familia, y amas de casa, y otros que ya se veía venir cómo terminarían. No hay ni una familia en toda la villa que no haya sido tocada, con mayor o menor certeza, por la suerte del pingajo. Este hábito macabro obliga a la Secretaría del Ayuntamiento a estar en guardia constante con el Padrón municipal. Una vez, en mil novecientos noventa y uno, don Felipe Agüera de Leonardo se fue a Madrid, a un Congreso de Sicología, para que le explicasen las razones por las que tantos se ahorcaban en su feudo político. Factores culturales, factores económicos, factores climatológicos expusieron los sicólogos. Pero en los pueblos vecinos había la misma cultura, y el mismo dinero, y castigaba el mismo sol de justicia, y a sus habitantes no les daba por colgarse a cada dos por tres. Así que don Felipe Agüera regresó de Madrid cargado con tanta intriga como se había llevado.

- No sé por qué se apura, don Felipe. Esto nos hace especiales, ¿no?
- Hay que joderse. Pues mejor sería que tuviéramos otra especialidad menos perniciosa.
- A cada uno le toca lo que le toca.

La villa de Oruga es, en definitiva, un pueblo pequeño; un pequeño pueblo andaluz, gentilicio que implica que sus dos mil ciento veinticuatro habitantes estén encerrados dentro de las ramas de un mismo pero inmenso árbol genealógico y, a la par, que se ejerciten con impertinencia en el pasatiempo de la curiosidad. Parece que sus casas se comunican igual que los tramos de una red telefónica: un primo le cuenta al otro, que le dice al cuñado, que le anuncia al consuegro, que se lo cuenta al yerno, que le notifica al compadre... En la villa de Oruga se tiene una ocurrencia y al minuto se extiende por todos los rincones. Cada habitante constituye uno de los nervios de una mente colectiva. Por eso no hay secretos. Las historias ajenas se conocen con tanto detalle como las propias. Y se comentan y se juzgan.

El gentilicio andaluz también implica resignación. Se dice que hay un antes y un después en la idiosincrasia de los andaluces, una pauta que marcó en sus almas este rasgo distintivo. Esa pauta es la frase de la madre del rey moro Boabdil: llora como una mujer por lo que no has sabido defender como un hombre. Desde entonces el andaluz es el arquetipo de la resignación, aun cuando canta con la guitarra, o delante de un vaso de vino manzanilla. Pero éste es otro tema.

El caso es que a ninguno de los habitantes de la villa de Oruga le pilló por sorpresa cuando, en febrero de 1994, se publicó un libro titulado Los márgenes de la realidad. En el capítulo segundo el autor, un trotamundos noruego llamado Morfen Onirsen, elabora una lista de lugares míticos, y sitúa a la villa de Oruga entre la Atlántida y Macondo. El noruego asegura que después de varias semanas vagando por la costa mediterránea no llegó a toparse con un solo resto de la Villa, ni mundano ni espiritual. Más aún, me di cuenta de que a mis preguntas al respecto los lugareños torcían la boca con desagrado y me miraban como se mira a los locos. El señor Onirsen afirma que buscó desde la ribera del río Alhama hasta la sierra de Alozaina, desde el Parador Nacional del Juanar hasta las faldas de Coín. Dio la importancia debida a cada caserón abandonado, y puso especial interés en los carriles maleados. Finalmente tuvo que concluir que la villa de Oruga nunca había existido fuera de la imaginación.

La Diputación Provincial de Málaga, atañéndose a los informes del señor Onirsen, ignoró toda la documentación que existía hasta el momento y revisó los censos catastrales para adecuarlos a la nueva realidad. Nadie se planteó que esta maniobra pudiera constituir una gran prevaricación, así que la manipulación logró que la villa de Oruga se extinguiese más allá de sus fronteras. ¿Por qué nadie alzó la voz? ¿Por qué nadie acusó al escritor noruego de farsante, o a la Diputación Provincial de desidia? No hubiera sido una tarea difícil, pero tal vez los villaorugueños preferían ser olvidados definitivamente. Tal vez sentían vergüenza de las cosas que les pasaban. Esto son meras especulaciones, aunque quien tenga ojos para ver que lea.

EL ENAMORADO

El Demonio le habló por primera vez, según parece, entre sueños, con una voz remota pero palabras certeras.

- Ya está bien, Higinio, de tanta soplapollez- le dijo.- Te estás consumiendo como una de esas velitas de pastel de cumpleaños, tan menudas y tan tiernas. De aquí a tres días te acabas, fíjate bien lo que te digo. Tres días nada más y ya está, colorín colorado, se jodió, se terminó Higinio Corcuera para los restos.
- Y qué le voy a hacer yo, señor Demonio, si estas cosas le pasan a uno sin enterarse casi.
- No seas tonto, que bien que te enteras. Tu mecha, Higinio de cera, se llama Candelaria- agregó el Demonio con un tono paternal.- Te anda quemando la vida desde hace un rato y ya vas más que reventado, así que apaga la mecha de un estacazo, pronto, y verás si te recuperas. Mano de santo, te lo digo yo.
- ¡Qué cobardía!- se escandalizó.
- ¡Qué valentía!- manipuló el Demonio.

Luego Higinio Corcuera se levantó a mear y la voz se había callado. Se frotó las manos con un jaboncillo perfumado y se aclaró la cara con agua tibia. En el espejo del armario que pendía sobre el lavabo la cara de Higinio tenía una postura propia. Esa no es mi cara, porque yo no sé colocar esa mueca en la cara, pensó. Los ojos del espejo miraban con angostura, como si ya nos les importara más que una franja delgada de la perspectiva, y la boca de la imagen se torcía para un lado y la nariz se levantaba para el otro.

- Ya ni te reconoces, de tan gastado que estás. Eres tú, tú, tú, tú, Higinio, Higinio Corcuera, Higinio querido, Higinio maltrecho, Higinio, agonizante, moribundo. Tres días más y a la caja de pino, al hoyo, te lo advertí, no digas después que no te lo advertí.

La voz del Demonio sonaba ahora muy cerca y formaba un eco susurrante en los azulejos del cuarto de baño. La figura extraña del espejo también se sobresaltó y giró la cabeza. Higinio se fue hasta la bañera y descorrió las cortinas. Escudriñó el rincón tras la puerta, el pié del bidé, y levantó la tapa de la taza del váter.

- No seas puerco. ¿Es que te imaginas que me voy a meter ahí dentro? Soy un príncipe, por Dios.
- Ahora sí que la hemos hecho buena- cuchicheó Higinio al espejo.
- ¿A qué te refieres?
- No, si no hablaba contigo. Era una reflexión en voz alta.
- ¿Una reflexión? Una ocurrencia, dirás.
- Pues eso, qué más da, qué más da que pinten bastos o copas o espadas si no voy a participar en la partida. A los locos nos importa una mierda la propiedad léxico-semántica. ¿Cómo vamos a distinguir las palabras si no distinguimos las cosas que significan las palabras?
- No utilices esa persona verbal. Tú no estás loco, Higinio, simplemente agonizas.
Abrió el grifo del lavabo y volvió a fregarse la cara que le ardía.
- Me cago en la puta. Oigo voces, o mejor dicho, la voz del Demonio, y no la oigo como un pensamiento, la oigo desde afuera, al ladito mío, me entra por las orejas como todo lo demás que oigo.
- Es que estoy aquí mismo, hablándote a la vera.
- Pues te oigo pero no te veo. Ni siquiera te veo a través del cristal. En esas películas se ve a los monstruos en el cristal, y cuando se vuelve la cabeza los monstruos han desaparecido y el corazón se desboca del espanto.
- Yo no soy un monstruo cualquiera, Higinio. Yo soy el Monstruo, el Príncipe de las Tinieblas, el Horror, el Dolor apelmazado en una forma asquerosa. Es mejor que no me veas, por eso te hablo así, de invisible. Si me contemplaras, aunque fuese fugazmente, te entrarían unas ganas enormes de sacarte los ojos con los dedos y morderte la lengua y machacarte la cabeza contra la pared.

Abrió el armario y tomó dos cápsulas de termalgin. Se inclinó sobre el chorro y bebió un rato largo, apartando la boca de vez en vez para respirar.

- Me duele la cabeza- explicó.
- Tú no estás loco. Sácate esa bobada de la mollera. Pero sí estás consumido. Candela te agota los nervios y la sangre se te va a volver pura agua en poco. Tres días y te pondrás igual de transparente por dentro que por fuera.
- Yo la quiero.
- Por eso. También yo quería a Dios y lo tuve que despachar de mi casa, para no volverme de agua.
- Fue Él quien te echó a Ti.
- Para el caso lo mismo tiene. Los dos llorábamos de la pena que nos daba separarnos, pero no cabía otra posibilidad.
- Yo no puedo echar a Candela. Se ha colado en mi vida y ahora no la puedo quitar. Ya no sé cómo se vive sin ella.
- Entonces eres la tortuga del cuento a la que mordió el escorpión en medio del río, Higinio. Pero Candela no es un escorpión común, porque cuando acabes en el fondo de la corriente ella se arranca a nadar y si te he visto no me acuerdo.
- Ella dice que me quiere- defendió vacilante.
- Y porque te quiere te acapara, te ahoga, te estruja, te exprime, te borra. Ya no te reconoces, Higinio. ¿No viste lo que te pasó con ese gesto delante del espejo? Te estás volviendo otro, distinto, un muerto. Te mueres.
- Yo no me quiero morir.
- Entonces mata. Sobrevive.
- No sé... Déjame en silencio. Necesito meditar.

Higinio Corcuera se sentó en la letrina y estuvo cinco minutos con la barbilla metida entre las manos. Luego apagó la luz del cuarto de baño y volvió al dormitorio. Candelaria dormía plácidamente en un lado de la cama, y cuando él se metió por el otro extremo, despacito, sin hacer ruido, ella se le vino en sueños y le abrazó con dulzura.

EL CÍRCULO

El robot Nietzsche 10 le acorraló entre las sombras del callejón.
- Di lo que tengas que decir- ordenó una escala de metal.
- Muero yo por ti.
Nietzsche 10 se encogió de hombros y disparó. El último yahvé yacía muerto.